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-160- tándonos sus designios; y es evidente que nadie puede llegar a otro destino fuera del que Dios le ha señalado; de manera que para conseguir nuestra felicidad después del pecado hemos de comenzar por reanudar nuestra amistad con Dios: es esta cuestión de vida omuerte eter– na. Ahora bien, si Dios ha condicionado de hecho el perdón del pecado y nuestra unión con El ¿quién será el osado que se atreva negarle este derecho? Si se re– huye la confesión sacramental se rehuye el perdón; no basta la tran·quilidad de la conciencia que alegan los or– gullosos para mostrarse seguros de su porvenir; bien sabemos lo fácil que es sobornar el testimonio de la conciencia, y que, de ordinario, esta se duerme más pro– fundamente cuanto más grave sea el estado de apasio– namiento y de degradación moral; no es el justo, el bue– no quien fía excesivamente de sí: el malo, el degeneru– do es quien se cree santo por testimonio que el se dá a sí mismo. Y aunque quiera alegarse como prueba de que Dios es amigo, la prosperidad material de que goza el peca– dor, no podemos olvidar aquellas palabras que, a otro propósito, dijo el Divino Maestro: «que el sol sale lo mismo para buenos que para malos y que igual llueve para los justos y pecadores». Aún podemos conjeturar lo contrario de la prosperidad de los malos, sabiendo ciertamente que los bienes temporales no son ni pueden ser premio del menor acto de virtud: y que, de ordina– rio, los justos sufren en esta vida largas privaciones y tribulaciones amargas como prueba de su amor al Se– ñor que se reserva pagárselo muy sobradamente con bienes eternos: y, en cambio, los malos suelen gozar

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