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DR. JOSE GREGORIO HERNANDEZ 217 gre, en aquellos dos memorables días, que constituyeron fecha grande en nuestra historia, una de esos horas en que se puede pulsar la conciencia de todo un pueblo, horas de justicia en que el alma colectiva, impulsada por un solo sen– timiento, se manifiesta en su cabal gloria y majestad para rendir el más elogiable, el más reverente tributo a la virtud triunfante en la vida de un hombre. Así gimió ,-::il borde de aquel féretro el alma de la Patria, estremecido de pavor y de llanto, ofreciendo a la faz del mundo el cuadro conmo– vedor, esplendidísirno, de una aclamación espontánea, ma– temáticamente unánime, la más alta y resonante sanción de honor e inmortalidad que nuestros anales recuerdan. La muerte de HERNANDEZ es súbita, y hay que hacer constar que él a menudo suplicaba a Dios se la mandase rápida, porque le angustiaba corno un tormento molestar con la asistencia de una enfermedad larga. Pero el justo, dice la Sabiduría, aunque sea arrebatado de muerte prematura, estará en lugar de refrigerio (1). Si retrotraernos la memoria a cinco años antes, habe– mos de recordar que de París le escribía a su hermano don César: "Pero supón que yo me cure del todo dentro de cua– tro o cinco años, ya para entonces estaré demasiado viejo, y tendré que quedarme para siempre en el mundo, que es lo que me contraría". ¿No podríamos ver en este plazo, traído de improviso, cuando más bien él cree recobrar pron– to la salud merced al clima benigno de Caracas, una lejana visión espiritual de su postrimería, o del resultado de sus re– petidas plegarias? No adelantemos juicios que pudieran re– sultar fallidos; pero observemos sí que el abuelo paterno (1) Sap IV, 7.
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