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DR. JOSE GREGORIO HERNANDEZ 171 la impresión y estímulo vibrante de los rayos de fe y amor con que encendió su conciencia su primer director espiri– tual y su consultor de siempre. La fe del Padre Castro, en efecto, era fe de trasladar montañas; su amor, por una par– te, el amor de confianza, firme, indeficiente, en las ternuras inefables del divino Huésped del Tabernáculo; y por otra, para con las almas, el entregamiento absoluto, el sacrificio sin reserva por la salvación de ellas. A su lado y bajo su guía no podía haber vacilaciones, y el fuego d& su celo in– cendiaba el corazón de sus cooperadores e hijos espirituales Sí, aquella fe austera, ilustrada, invulnerable, asiento de la piedad sólida, era también la fe de Hernández, fundada en la palabra de Dios y' en la autoridad de la Iglesia, la fe sobrenatural. Volvamos a llamar la atención de cuantos, no mirando las cosas en serio, se ríen de nuestra fe, atribuyén– dola a cándida puerilidad. Lo más a menudo estos tales movidos por la ignorancia religiosa, confunden la fe con la credulidad y son por otra parte sujetos de ridículas supers– ticiones, de leyendas y fantasías, que les conducen a la in• credulidad misma. La fe es grave, circunspecta, y atiende a infinitas exigencias para establecer su certeza; mientras de la credulidad se puede afirmar que procede con cabeza de chorlito y se anda por vías temerarias. Qué de capri– chos concibe la imaginación del crédulo, cuántas pretensio– nes tan diferentes, tan opuestas a la fecunda orientación, a la sumisión humilde que envuelve la fe a las verdades reve– ladas! El objeto de la fe es para el alma como una verdad razonada, evidente, pues tiene su fundamento indestructi– ble en la seguridad del divino testimonio, que ni nos engaña ni se engaña. La credulidad, al contrario, viene a ser como el empirismo y aun mucho menos. De todos sus inventos que pueblan de espantajos las cabezas, SI? podría decir lo

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