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162 DR. J. M. NUÑEZ PONTE ,bargo, no dejó nunca traslucir las luchas y contratiempos que pudieron acibarársela. ¿A qué atribuir, pues, ese nutrido haz de rasgos a cual más rico y más pulido, que integran su fisonomía espiritual? ¿De dónde le viene aquella identidad jamás desmentida de ánimo, aquella grandeza siempre igual de sentimientos, aque– lla filigrana primorosa y trascendente de sus bondades y atractivos? ¿De dónde aquella su sonrisa perenne e inva– riable, reflejo de la calma alegría de su espíritu? La mayoría de nuestros hombres, con ser personalmen– te buenos, casi ejemplares y hasta íntegros en el hogar y en los procederes privados, pero acostumbrados y conformes con las medianías a que antes hemos aludido, víctimas de las prevenciones que dominan, bañados por estos aires de na– turalismo perfluente, católicos de nombre no de profesión, devotos por momentos, -lo que dura asomar el ojo al bor– de del cancel de la iglesia, y hacer una señal de cruz como estocada de pícaro, que dice un refrán-; se quedan perple– jos, estupefactos, ante el espectáculo de una virtud irredu– cible, que no ceja ni se altera por caso próspero ni adverso; ante la celsitud de un alma que lo encamina todo a Dios, que de Dios todo lo espera, que imita a Dios con su conducta, y que no sueña ni alienta sino por deificarse en la comunión de la divina sustancia. Como aquéllos que no son de un país ignoran el idioma y costumbres de él, ellos así, extra– ños al país de lo sobrenatural, no pueden comprender los estilos, usanzas y hábitos de un cristiano que se esfuerza a ser perfecto. Tal ha pasado con José Gregorio Hernández. Lo que Monseñor d'Hulst dice acerca de las sociedades, débese entender por el respecto de los individuos que las
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