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namente a la divina misericordia: Cantaré eterna– mente las misericordias del Señor (1). Si ando tan solfcito en la conservación de esta vida tan breve y miserable, ¿qué no debo hacer por ganar– me aquella vida eterna y feliz? ¿Cómo pretender yo conquistar sin ningún trabajo aquella gloria, que tan costosa fué a los mártires, a los confesores, a las vír– genes, y que vale toda la Sangre de un Dios? Debería yo hacer una infinita estimación del Paraíso, por lo mismo que no sé ni puedo concebirlo por aquel bien inmenso e infinito que él es. Sin embargo, ¡oh Dios y Señor lnío!, ha de ser en mi concepto el Paraíso poca cosa, puesto que no le juzgo digno de una morti– ficación mía. Basta la fe para excitarme al fervor. Jesucristo en su Evangelio me avisa que el camino del cielo es estrecho, y es también estrecha la puerta que da entrada al Paraíso, de donde para entrar en él es necesario hacerse pequeño. Dadme, por tanto, Dios mío, gracia de apocar a fuerza de contrición y humil– dad este mi corazón, que está hinchado en demasía con sus vanidades. Dios mío, yo quiero hacerme santo: y con tantos auxilios y medios como tengo para llegar a la santidad, no veo otro en la Religión que me pueda impedir esto, sino aquel YO que traigo dentro de mí, y que ha de ser mortificado por mí. Cuando reflexiono acerca del Paraíso no sé cómo puede ser para mí enojosa la muerte, ni amable la vida. Si fuera que cuanto más vivo más, me aseguro y me (I) Misericordias Domini i;i aeteriium cantaba. (Psalm. 88-2.)

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