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207 nuestras obras, cual es el fin por el cual obramos; si el fin es vicioso, lo es también la obra, pues por más que en sí misma sea santa, resulta viciada. Si el fin es puramente natural y humano, la obra también lo será, pues aunque en sí misma la obra sea honesta, se queda dentro los lfmites de la naturaleza, y no es de mérito alguno para la eternidad delante de Dios. En cuanto, pues, nos fuere posible, debemos poner em• pei'ío en sobrenaturalizar nuestras operaciones, obrando por este solo fin y motivo, que es hacer siempre la voluntad y gusto de Dios. El quiere ser honrado de mí con esta acción; y puramente por honrar a Dios quiero yo hacerla. El quiere esto de mí; y yo, únicamente por hacer la voluntad de Dios y dar gusto a Dios, quiero hacerlo. Esto es lo que da a la obra todo su realce, todo su precio, todo su mérito. Y lo que mucho más debe movernos a obrar de tal suerte, es que podemos hacer esto en todo lugar, y dar gusto a Dios en todo tiempo, en toda acción y cuando parece que estamos ociosos sin hacer nada. Algunas obras son de suyo virtuosas, como el rezar devotamente el Oficio, llegarse a los Sacramentos, etc.; otras, son indiferentes, como estudiar, recrearse, etc.; algunas son de obligación, impuestas por los Superiores; otras son libres, que las hacemos espontáneamente; algunas son ordinarias y propias de nuestro oficio; otras extraordinarias, que, conforme a las ocasiones, se hacen de cuando en cuando; algunas son deleitosas a la naturaleza y al genio; otras desagradables, en que con– viene hacerse fuerza. Ahora, pues, de cualquier natura– leza que sean ·nuestras acciones, ¿cual es aquella, en que

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