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B A J O E L A N I L L O D E L P E S C A D O R 57 practicado en el techo de su casa, pero luego se tranqui– lizó ante las señas que le hicieron los portadores del enfer– mo. La expectación de todos los presentes fué enorm~; se dieron cuenta que aquel enfermo pedía un milagro. ¿Lo haría Jesús? Reinó un silencio sepulcral, y fué entonces cuando Jesús, dirigiéndose al enfermo, le dijo con subli– me serenidad : -Hijo, tus pecados te son perdonados... Un frío, como de crudo invierno, corrió por el cuerpo de todos los circunstantes, y los :fariseos, eternos enemigos · de,,Jesús, comenzaron a pensar en su interior: Este hom– bre blasfema. ¿ Quién puede perdonar los ipecados sino sólo Dios? Simón pensó lo mismo y creyó ver bajar de un• momen– to a otro fuego del cielo sobre Jesús y sobre su casa y con– sumirlos. Como todas las personas de carácter impetuoso, sintió una depresión de ánimo que no pudo disimular. Jesús conoció los pensamientos que sus palabras habían . suscitado, y, mirando a sus enemigos, les dijo con sere– nidad: -¿Por qué pensáis mal en vuestro interior? ¿Qué es más fácil : decir te son- perdonados tus pecados, o levan– tate y anda? La disyuntiva era terrible. Las dos cosas estaban reser– vadas a sólo Dios. Luego si Jesús perdonaba los pecados, podía también dar la salud a aquel enfermo... Simón es• taha nervioso. Creyó que su Maestro, en un momento de exaltación, había ido más lejos con las palabras de lo que 1 podrían alcanzar sus obras, y esperó impaciente el final de la escena. Entonces Jesús, mirando al enfermo, le dijo con au– toridad:
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