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52 CORRESPONDENCIA DE LA M. ÁNGELES CON EL P. MARIANO cerme que hablaba bien, sin necesidad de estudiar, con conocimiento claro no sólo de lo que decía a las religiosas sí que también del estado actual d.e cada una de ellas, y de los efectos que mis palabras produ– cían en sus .almas. Es verdad que dado el estado de tristeza y desen– gaño en que_ se encuentra mi alma, y el conocimiento de los sufrimien– tos que me produce todo lo que hablo y ejecuto por santo y merito– rio que sea, y otras ideas más aflictivas aun que las que acabo de in– dicar, no daban lugar a mi soberbia para expansionarse s'aboreando a su piacer los efectos, no sé si de misericordia de Dios a favor de mi ~lma o de su permisión .divina que permite al demonio servirse de mí para hablar a las religiosas en términos que llaman la atención, como de otra Jactensa, de quien dicen las Cfünicas que hablaba maravillas en puntos de mística. ¡ Ay Dios mío, qué desgraciada soy y qué horror tan grande me causa p~nsar en lo que he hecho y en lo que hago ! ¡ Así. practico yo la humildad que prometí a V. R. en mi última carta! 7.-Por lo que acabo de exponer puede inferir, mi amadísimo Pa– dre, lo bien que me porto y respondo .a los designios de Dios y a los esfuerzos que hace V. R. por hacer de mí una santa religiosa. Soy así de pecadora, ¡ qué voy a hacer ! Tiene que tener misericordia de mí. Las fervientes súplicas que V. R. dirige por mí al Señor ya me obli– gan bastante a salir de este estado de tibieza· y emprender una vida santa ; pero no, soy muy rebelde y dura de cerviz (y quiera Dios que no lo sea también de corazón), y por eso no acabo de convertirme. «¿ Qué haces, pues?, me pregunta V. R.; ¿ a qué esperas?». Lo igno– ro ; de cierto no lo sé ; pero me parece que lo que me detiene e im– pide ir a mi Dios es la vergüenza de presentarme a El cubierta C<?n estos harapos ; son mis iniquidades, mis pecados, la conducta cri– minal qu~ he observado con El. Es este tejido de pecados, esta piel de espíritu diabólico propio mío que me circunda, como V. R. me indica, cuyo espíritu propio o tejido de pecados me impide arrojarme 1 en los brazos de mi Dios, y de tal manera que, aunque me llame, no puedo ir a El, es decir, me aproximo a. Dios, sí, porque lejos de El no puedo vivir ; pero unirme a Su Majestad y tratarle con aquella satisfacción propia de las almas que nunca le han ofendido, o no se acuerdan que le han ofendido, y, por consiguiente, admitir sus ca– ricias divinas, no, no y no. Para poder entregarme yo a mi Dios y ·
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