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JESUCRISTO Decimoquinto domingo «Cristo Jesús es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura» (Col. 1,15). Una playa del norte. Atardecer. En la soledad arrulladora pasea un sacerdote. De pronto se detiene ante una frase que alguien había escrito sobre la arena rubia: «Jesús, yo te amo.» Miró a todas partes y no vio a nadie en la playa abandonada. Enfrente el beso ardiente del sol al hundirse entre el azul del mar y del cielo, allá en la lejanía. ¿Quién escribiría aquella frase? Algún alma enamorada de Cristo. Algún corazón que no le olvidaba ni so– bre las arenas de la playa. La marea iba subiendo. El sacerdote esperó. De pronto una ola larga llegó y, con su espuma, borró la frase. Todo había desaparecido: todo menos el amor de aquel ser anónimo. Uno piensa, meditando en la carta del apóstol San Pablo, que todos los amores de los hombres por Cristo son fugaces como las olas del mar que van y vienen. Las gestas heroicas de los már– tires, de los místicos, de los misioneros, de los santos, son como la espuma de una ola en un atardecer solitario, en comparación al amor del Padre por su Hijo. Eternamente ha estado El en el pensamiento de Dios. Y cuando iba creando todas las cosas, según nos cuenta la Biblia, e iba re– pitiendo la famosa frase de que estaba bien al ir mirándolas, tenía a Cristo en las pupilas de sus ojos. Las palabras de San Pablo son paralelas a las de San Juan en su evangelio, donde nos dice, «que todo fue hecho por El, y sin El nada fue hecho de lo que ha sido hecho». Cristo es la causa ejemplar de todas las cosas. En Cristo pensó el Padre desde toda la eternidad. Porque existe la gran doctrina franciscana del cristocentrismo, que nos dice que aunque el hombre 96

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