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Decimocuarto domingo «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gal. 6,14). LA SOMBRA DE LA CRUZ A sus cuarenta y dos años San Francisco de Asís pidió dos gra– cias a Dios para antes de morir. La muerte la presentía próxima so– bre sus espaldas maltrechas. Y no quería marcharse de esta vida sin recibir esas dos gracias. La primera, la más importante, era sentir en su propio cuerpo un poco de lo mucho que había sufrido Cristo en la cruz. Y le fue concedido. Sufrió un poco -a nosotros nos parece mucho- de aquello que Cristo había sufrido. Tuvo su calvario, y la marca de las llagas en su propio cuerpo. Sus dos últimos años fueron una auténtica pa– sión. Ante hecho como éste a nosotros nos parece que se trata de una locura. Y así es: se trata de la locura de la cruz. Eso que los muy enamorados de Cristo desean sentir. Los más vivimos el ro– manticismo de la cruz. Ya antiguamente había escrito Kempis: «Cristo tiene muchos amadores de su reino, pero pocos seguidores de su cruz.» Y el Evangelio total incluye también la cruz. No podemos mu– tilar la cruz, ni menos el Evangelio. San Pablo, un apóstol del Evangelio de Cristo, un enamorado de Jesús, sintió también sobre su vida la locura de la cruz. Lle– vaba los estigmas de Jesús en lo hondo del alma. Y se gloriaba de la cruz de Cristo, que para muchos era un escándalo, un aprobio, una vergüenza. 94

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