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poder pasar. Con coches contaminando la atmósfera y toreando al peatón en los pasos, o al revés. Pues bien, en mitad de la acera había tirado un hombre. Podría ser un borracho. La gente se arremolinó a su alrededor. Gentes, algunas pueblerinas, con sus boinas inconfundibles. En seguida se vio que aquel hombre no era un borracho. Aquel hombre estaba en– fermo de gravedad, con un ataque de algo. Y algo había que hacer. Las mujeres se compadecieron mucho, pero tres hombres, dos de ellos muy jóvenes, se responsabilizaron. Casa de Socorro, am– bulatorio, residencia, un pequeño viacrucis donde se vio lo mucho que cuenta el tiempo en estas ocasiones, y la tranquilidad de los que a diario reciben gentes así. Al fin, la asistencia precisa. V el hombre, un desconocido, un andaluz, al que quizá sorprendió con muy poca ropa el frío san– juanero de esta ciudad, se salvó. Pues bien, eso fue como un cumplimiento de lo que San Pablo nos dice hoy: «Porque toda ley se concentra en esta frase: "Amarás al pró– jimo como a ti mismo." Pero atención: que si os mordéis y de– voráis unos a otros, terminaréis por destruiros mutuamente.» Pienso que esto se cumplió en el caso relatado, pues la refle– xión de todos era ésta: «Hay que atenderle, que cualquier día nos puede pasar a nosotros.» «No se le puede dejar así.» Era como un egoísmo disfrazado de caridad. Pero al fin y al cabo la raíz de la propia caridad que brota de uno mismo, del amor propio. De eso a ver en aquel prójimo a Cristo iba una gran diferencia. Ha visto uno tantos seriales televisivos, ha oído tantos relatos de estafadores, que iba incluso pensando que podría ser un timador, que en el mejor de los casos, en el momento preciso, junto con sus dos compinches, le iba a dejar a uno sin nada. Pero no fue así. Y uno se alegra. Porque de no tener en cuenta esto iremos a lo que San Pablo nos dice: «Terminaréis por destruiros mutuamente.» O nos ayuda– mos, o aquí perece hasta el apuntador, en este escenario de la tierra donde somos tantos y tan desconocidos. 93

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