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sible o en un mundo remoto? La acomoda, pues, a los hombres para que los hombres la comprendan: a su lengua, a su cultura, a su mentalidad, a su tiempo ... Y Dios, para revelarse, suele escoger ministros. Fueron los pa– triarcas, los profetas, los apóstoles, que significa mensajeros ... San Pablo se titula a sí mismo el Apóstol -y nosotros le admitimos el título- del evangelio de Cristo. Lo cual quiere decir que está inspirado por Dios cuando transmite esa «buena noticia». Aquí nos encontramos con otro problema, el de la inspiración. Mejor dejar hablar al Vaticano 11, que dice: «En la composición de los libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería. Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los libros enseñan sólida– mente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra» CD.V., 11). El quid de todo está en esa frase final «para salvación nuestra». Pues no podemos admitir como de fe todo lo que nos dice la Biblia. Oí predicar a un famoso «orador sagrado» que las «mujeres tenían que ir con el velo puesto a la iglesia, porque lo había mandado San Pablo, y por tanto era de fe». Eso es una gran tontería y su– pone una supina ignorancia. Admitimos la revelación, la inspiración de San Pablo, que sus escritos son Palabra de Dios. Así lo proclamamos en la liturgia, pero hay que entender en qué y cómo. Para eso tenemos la orien– tación de la Iglesia. Y de aquí se ve la enorme importancia de la orientacJón de la Iglesia, y el sumo interés que ésta ha tenido en fijar un canon de libros sagrados y establecer institutos de inter– pretación de esos mismos libros sagrados que encierran el mensaje salvador de Dios a los hombres. 87
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