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turaleza, es buena.» Lo que sucedió, lo que sucede, todos lo expe– rimentamos: sentimos una tremenda tendencia hacia el mal. Cono– cemos el bien que debemos hacer, nos damos cuenta, incluso, que ese obrar lo bueno es bueno para nosotros, para nuestro propia felicidad, pero las tendencias torcidas tiran de nosotros. ¿Entonces? Por cristianos tenemos que volver los ojos a Cristo y escuchar su llamada hacia una meta muy alta. Hacia un ideal que tal vez pueda ser inalcanzable, pero que únicamente mirando muy alto es como no quedaremos a ras de suelo. Como dice el prác– tico y antiguo consejo al arquero: «Apunta tu flecha muy alto para que dé en el blanco.» Y así en la vida, sólo apuntando hacia arriba, no nos caeremos hacia abajo. Para decirlo con palabras de V. Cousin: «El ideal retrocede sin cesar ante nosotros a medida que nos aproximamos a él. Su último término está en lo infinito, es decir, en Dios; o, para hablar mejor, el ideal verdadero y absoluto no es otro que Dios mismo.» En definitiva, lo del Evangelio: «Sed perfectos como vuestro Pa– dre celestial es perfecto.» Sabemos que eso nunca lo podemos conseguir, pero siempre lo tenemos que pretender. Y para mostrar– nos el camino y la manera, el propio Dios se hizo hombre, tomó el barro del que fue hecho el primer Adán y nos mostró cómo su– perar la maldad que como una contaminación infernal, nos toca respirar en el mundo. Nosotros, pues, que tenemos mucho del primer Adán, tenemos que ir pareciéndonos cada vez más al segundo Adán. Y esta plasma– ción de nosotros en Cristo tiene que ser labor diaria. Cada día hemos de lograr parecernos más a aquel modelo que nos dijo: «Aprended de mí.» Y así, luchando, confiando, aspirando a más, podemos llegar a esa meta, al final que escribe San Pablo en su carta: «Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos tam– bién imagen del hombre celestial.» 81
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