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Sexto domingo «Si anunciamos que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que decía alguno que los muertos no resucitan?» (1 Cor. 15,12). LA RESURRECCION, UNAMUNO Y NOSOTROS Me contaron que el paradójico Unamuno solía ir algunas tardes a una huerta monacal. Paseaba en silencio, pensaba, hablaba con los frailes y alguna vez solía soltar esta expresión: « ¡Que tenga yo que convertirme en una berza!» Quienes no estaban en el secreto de la «agonía íntima» de Una– muna podrían reírse, pero quienes conocían un poco el drama re– ligioso de aquel hombre se daban cuenta de su angustia ante la supervivencia. Todo hombre cuyo nivel sea un poco superior al de las bestias lo ha sentido alguna vez. Vivir aquí, morir aquí y nada más ... Es muy poco. Parece que nuestro ser más íntimo nos pide más, mucho más. La inmortalidad del hombre se puede probar de muchas mane– ras. Una es la historia. Esa creencia universal, a través de los si– glos, no puede ser defraudada. Aunque ahora todo lo queramos con– vertir en una matemática, y las matemáticas no resultan para re– solver las ecuaciones del alma. Para nosotros, los cristianos, existe un testimonio de excepción: la resurrección de Cristo. San Pablo nos lo manifiesta claramente en su carta de hoy. Parece que entre los griegos, tan amigos del sí y del no de las cosas, existían opiniones contrarias a la resurrección. Entonces se levanta la voz de San Pablo como un grito triunfante enarbolando la resurrección de Cristo. Todos creen que Cristo ha resucitado. Los testimonios que El ha 78

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