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Séptimo domingo «Amén. ¡Ven Señor Jesús!» (Apoc. 22,20). ¡VEN, SEÑOR JESUS! Arrodillados sobre el techo del mundo, de cara al cielo, los hom– bres, aún sin saberlo, clamamos por Ti: « ¡Ven, Señor Jesús!» Como los apóstoles postrados en la cumbre del monte de los Olivos. Cuando en el día de la ascensión vieron que una nube, que lle– gaba no supieron de dónde, le ocultaba a su vista. Y no acertaban a marcharse, esperando que la nube se con– virtiese en nada y apareciese el resplandor de su figura en el cielo azul. Los ángeles bajaron para despertarles de su pasmo, el pasmo de haber perdido a Jesús. El Espíritu Santo -fuego, huracán, temblor- descendió para que comprendiesen que aquel que se había ido estaba con ellos, y lo estaría hasta el fin de los tiempos. Lo que nosotros vamos comprendiendo poco a poco. Nosotros, los que al ver las cosas tan mal, tan retorcidas, tan picudas, tan violentas, le gritamos que venga a arreglarlo todo: «¡Baja otra vez al mundo. Baja otra vez, Mesías!» Y El no tiene por qué bajar. Ascendió a los cielos y hasta el fin de los tiempos no retornará, así, triunfalmente ... No baja porque está entre nosotros. Nosotros no necesitamos voces de ángeles para despertarnos de nuestro pasmo nostálgico. Nos es suficiente la voz del Evangelio. Y es bien clara la voz del Evangelio. Un poeta actual ha puesto en música aquello que el propio Cristo dice sobre el juicio del últi– mo día: 60
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