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si esa lágrima no brota hay que golpear a la criatura para que aparezca ese milagro que anuncia una nueva existencia. Y una lá– grima rueda por las mejillas del muerto cuando una mano piadosa y estremecida le cierra los ojos. Así es la vida, pero menos poética. Unicamente la esperanza nos sostiene. Por eso debe ser terrible no tener fe ni esperanza. Mirar hacia adelante sin encontrar un horizonte. Ni una razón para vivir, para sufrir y para morir. En este tiempo pascual, cuando todo nos habla de vida (la tierra que ha florecido después de la muerte del invierno, la liturgia que nos habla de resurrección, después de la muerte del Redentor). bueno es que, a pesar de nuestro sufrimiento, abramos los cora– zones a la esperanza. Vivimos no para morir, sino para v1v1r. Parece una paradoja y es la mejor garantía de una nueva vida. En esta vida sentimos tantas apetencias de inmortalidad que no pueden ser en vano. Tenemos tantas promesas de inmortalidad que no pueden ser baldías. Sabemos, además, por la fe que eso será así. Y, por si fuera poco, Cristo murió -cual compañero y hermano en todo- para luego resucitar como garantía de nuestra resurrección. Y a Juan, según nos testifica hoy en el Apocalipsis, le dijo: «No temas, Yo soy el primero y el último. Yo soy el que vive, Estaba muerto, y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del infierno.» Juan tiene muchas cosas que decirnos, pero ya nos dijo bas– tante; la vida está sobre la muerte, la esperanza está sobre el des– tierro. Aunque tengamos que sufrir, ése no es nuestro porqué, ni la muerte es el final. Por ello, compañeros y hermanos· en la tribula– ción y en la esperanza, que en vuestras almas florezca la alegría. 49
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