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Y eso intenta la Iglesia con todo el relieve que ha dado a la Se– mana Santa desde siempre. Aquello de confesar y comulgar por Pascua Florida, que apren– dimos antaño, tiene vigor aún, aunque se le dé otros nombres. Pues la confesión bien hecha, y si no es mejor no acercarse por el confesionario, intenta renovar nuestra alma abrasando en el amor de Cristo todo lo que de pecaminoso haya en ella. Podemos llamar a las cosas como queramos, pero si somos sinceros -y a ello nos exhorta San Pablo hoy- el pecado es la muralla negra que existe entre la vida de Cristo y nuestra alma. Vivir en pecado es cerrarse voluntariamente a esa vida. Si eso hacemos es inútil la muerte de Cristo para nosotros. En cambio, cuando le abrimos una puerta, un nuevo horizonte se presenta a nues– tra vida. Comenzamos a vivir la misma vida de Cristo. Es la nueva levadura, la auténtica Pascua. Cuando en esta Semana Santa he visto a tantos y tantos acer– carse al sacramento de la confesión, siguiendo una vieja costumbre, he pensado que eso es mucho más que una costumbre. Que no podemos destruir así como así esas raíces si no queremos que– darnos sin flores, a cero. Habrá que ahondar más. Habrá que hacer un cristianismo más responsable. Habrá que luchar contra la rutina, de acuerdo. Pero no corramos el peligro de arrancar el árbol por eso de que alguna rama está carcomida. Esas cosas hay que tratarlas con mucho cuidado. Y no podemos quitar de las manos de muchos hombres una tabla de salvación, por aquello de que es mucho mejor una lancha rá– pida. Mientras ésta no llegue buena es una tabla para el pobrecito náufrago. San Pablo nos manda buscar los ázimos de la sinceridad y de la verdad. Pienso que tiene toda la razón. Y que, mejor que complicar mucho las cosas y complicárnoslas a nosotros, será mejor ir de– rechos al asunto: quemar lo viejo y comenzar con lo nuevo. En el caso: confesar los pecados y comenzar la Pascua en gracia de Dios. 47
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