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ferente. Y siempre se nos ha dicho que hemos de caminar con los ojos en el cielo y los pies en el suelo. Ser ciudadanos del cielo significa vivir con una gran esperanza en el corazón. No somos más que desterrados. Tenemos una patria definitiva en el más allá. Esto no es un mito. Es la verdad por la cual Cristo ha muerto en la cruz. Ha dado toda su sangre por ella. Ser ciudadanos del cielo obliga a vivir en la tierra con una cierta dignidad. Con el alma siempre a punto para recibir la llamada del Padre. No hundiéndose tanto en el fango de ese mundo que no veamos otras realidades. Lo de San Pablo vale para ahora: «Su dios, es el vientre; su gloria, sus vergüenzas.» Muchas viven hoy como si no hubiera otra vida. Procurando sacarle el mayor jugo posible a esta existencia. Es un vivir bestial, instintivo, pero sin alegría y sin esperanza. Para esto vale lo que ha escrito un pensador de hoy: «Muchos están en la vida como en una sala de espera en la que nada espe– ran. Están en la vida sin haberse preguntando el porqué; viven porque están en la vida, obedecen al instinto ciego que se aferra a la vida. Pero nada tienen que hacer dentro de ella.» Ser ciudadanos del cielo es todo lo contrario. Es esperar un tren que lleva a un lugar muy concreto: el cielo. No lo hemos visto ni tú ni yo. Pero el Salvador, que vino del cielo para redimirnos, sí lo vio y nos habló de él. Y sabemos que es eso que hemos soñado tantas veces: donde la felicidad es plena, y no existe ni el dolor, ni el llanto, ni la separación, ni la muerte. Y el denominador común de toda esa existencia eterna y feliz es algo que hemos nombrado mucho, pero no hemos comenzado aún a saborear: el amor. Esto y mucho más es ser ciudadano del cielo. Y porque la palabra de Dios nos ha revelado, y nosotros hemos sido llamados a se– mejante ciudadanía, por eso debemos alegrarnos a pesar de todos los pesares y mantenernos firmes en nuestra fe y en nuestra esperanza, a pesar de todos los avatares de nuestra vida agitada. Porque so– mos «ciudadanos del cielo». 35

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