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Cristo gustaba poco de teorías. Al que le preguntó: «¿Son mu– chos los que se salvarán?» le dijo aquello de «esforzaos en entrar por la puerta angosta»... Gustaba más de la eficacia que de la teoría. Nosotros, a veces, hemos hecho al revés. Hemos teorizado so– bre el número escaso o grande de los que se salvan. Y eso sólo lo sabe Jesús, y no quiso descorrer el velo. Pienso que en esta lucha, como en todas las zonas de lucha, son buenas las franjas de seguridad. Un terreno que separe a los con– tendientes, que haga imposible el que se vuelvan a liar a tiros. Por eso es importante que nosotros recibamos los sacramentos con fre– cuencia. Que los recibamos conscientemente en las horas peligro– sas de la vida, para ir convenientemente preparados a la otra vida. Pero en la hora suprema, pienso, que la cosa queda entre Cristo y el alma. Por ello, el Salvador tendrá, sin duda, remedios para esos que tal vez mueren sin ninguno de los auxilios clásicos y que mantienen en lo hondo del alma una chispa de fe. El mismo Cristo, que nos exhortó al esfuerzo y al temor ante la salvación, dio el paraíso al buen ladrón, que le pidió simplemente un recuerdo. Y San Pablo nos recuerda hoy: «Todo el que invoca el nombre del Señor se salvará.» Es importante, pues, no desconfiar nunca. Y mucho más importante no meterse a juzgar dogmáticamente sobre la suerte suprema de cualquier alma. Hay quien piensa que los sacramentos han de re– cibirse conscientemente. Y piensa bien. Pero quizá no pensamos que bajo un cuerpo «muerto» hay un alma aún consciente en diálogo misericordioso con su Salvador. Si el misterio de la vida terrena es para nosotros un secreto, ¿qué decir de la vida eterna? Sólo la palabra de Dios nos da luz. Y la palabra de Dios -trans– misora de la fe- es profundamente misericordiosa. Si Cristo vino para salvarnos, cuando se cierren todas las puer– tas El sabrá abrir otras. «lo que para los hombres es imposible es posible para Dios», dijo El mismo. 33

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