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bien por fanfarrón. Los millones y la fama no dan derecho a insultar a nadie. Seguro que otros pensaron que ya podían tener un poco de consideración con «el Cordobés». Quizá alguno pensó que sería él capaz de meterse en la cárcel para que «el Cordobés» saliese. Pero en estricta justicia eso no era posible. Porque delito y castigo es algo personal. A lo sumo se podría salir fiador. Pero si alguien debía sufrir tenía que ser el protagonista de la falta, pequeña o grande. Así con él y con todos nosotros cuando cometemos un delito. En todos los casos menos uno, el de Cristo y nosotros. Nosotros pecamos, Cristo es el que sufre en la cruz. Aparente– mente una injusticia. Sólo aparentemente. Porque Cristo supo hacer mejor las cosas: nos incorporó a El. Nos hizo un cuerpo místico con El. De una manera cierta, real, sobre– natural, nosotros somos en Cristo. Tenemos la misma vida divina de Cristo. Con todas las consecuencias. Porque hemos muerto, hemos sido sepultados y hemos resucitado con El. La incorporación de los cristianos a Cristo no es una frase bo– nita o una utopía mística. Ni algo que sucedió hace mucho tiempo, e historia conclusa. No. Los sacramentos instituidos por Cristo hacen presente esta his– toria siempre nueva, siempre viva. En el bautismo, por ejemplo, se nos aplican los méritos de Cristo como si nosotros mismos hubiéramos muerto en la cruz con El. Y de esa manera el bautismo es el sacramento de una nueva vida en Cristo. La gracia de Cristo nos resucitó de la muerte de nuestros pecados. Todo esto nos lo recuerda resumidamente San Pablo en su carta de hoy. Todo esto es un hecho que se viene repitiendo día a día. Todo esto se lo debemos a Cristo. Por eso nosotros, pecadores, sa– biendo que El nos ha salvado, nos ha dado la vida, no tenemos nada mejor que decirle: gracias, Señor. 101

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