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200 Al invitar al capítulo a obispos y cardenales, San Fran– cisco pensaba sobre todo en dos cosas: ante todo en la espléndida consagración que sus presencias aportarían a las ideas nuevas y a los esfuerzos de la gente poverella; luego al brillante testimonio de Iealismo respecto de la Iglesia que su paso significaba. No pudo Francisco sospechar la influencia profunda, aunque difícilmente perceptible, que la presidencia, aún puramente honoraria, de un cardenal, iba a tener sobre los destinos de la Orden. Si en el seno del Sagrado Colegio, Francisco y sus compañeros habían hallado protectores, está probado que encontraron también oposiciones irreductibles, hasta poco escrupulosas, sobre los medios empleados para ahogar las nuevas tendencias. Pero los más ardientes defensores de los Hermanos Menores ¿comprendieron toda la amplitud de la reforma por éstos predicada? Se puede dudar. Y se puede dudar sobre todo res– pecto del cardenal Hugolino. Desde 1216, Hugolino se constituyó en el protector del movimiento franciscano. Y entonces una de dos: o no comprendió la profundidad del movimiento franciscano; o bien si la comprendió pasó el resto de su vida empuñando el estandarte de las ideas franciscanas, y traicionándolo a la vez. Podría haber otra alternativa. Hugolino era de los que no ven diferencia entre los intereses religiosos del mundo y los intereses políticos de la Santa Sede. En aquel viejo de indomable energía, de quien toda la fuerza intelec– tual y moral estaba así orientada, el éxito de las predi– caciones franciscanas despertó una idea enteramente práctica: ¿cómo poder utilizar aquella fuerza nueva? Juan de San Pablo, cardenal-obispo de Sabina, que fué el primer protector benévolo de los Hermanos, había muerto en 1214 (1). Hugolino se ofreció a Francisco como sucesor de aquel cardenal. Naturalmente esta ini- (1) La última bula a cuyo pie se lee su firma es del 22 de abril de 1214.

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