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A las once y media llegaron los dos autos a la puerta del convento de El Pardo. Celestino fué el primero que puso pie en tierra, bajaron después todos y se dirigieron a la portería; al llegar Celestino cogió la cadena de la campanilla y tiró con infantil alegría. Transcurridos algunos momentos, apareció un hermanito que abrió la puerta y saludó cortésmente: _ Paz y Bien. ¿Qué desean ustedes?. _ Deseamos, -dijeron ellos-, hablar con el P. Superior. _Entonces, hagan el favor de venir al recibidor y esperen unos momentos, entretanto que yo le aviso. Mientras llegaba el Superior, dijo Cesarita a su padre D. José: _Padre ¡ qué pobre es esto!. _Pero ya ves, -replicó D. Fermín- qué recogimiento se siente aquí. Habrá más de cuarenta frailes con un colegio de cien niños y sin embargo no se oye ruido alguno. _Esto eleva el alma a Dios, -exclamó D. José– y no ese barullo mundano, que ensordece y aturde. _Tiene usted razón, D. José, -repuso Dña. Meli– Esta calma y el aire, que aquí se respira no se pueden -177-
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