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y ancha escalera. Dña. Consuelo con un halo sorprendente en su rostro y en silencio, reconcentrada en el santuario de su interior y unida a la Virgen María, San José, y los Ángeles Custodios, se dirigía al Señor con el cántico celeste: "Santo, santo, santo es el Señor, Dios del Universo. Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria". Eran las siete de la mañana, ya se habían presentado D. Fabián y su esposa Dña. Vicenta. La puerta de la casa estaba llena de gente. Después de despedidos D. Fermín y su esposa Dña. Meli, éstos montaron en el auto de D. Fabián. D. José con sus hijos Cesarita y Celestino subieron en su propio coche. Dña. Consuelo se acercó, habló un poquito con su hijo y, le besó en la frente. Ángel que ya estaba allí, viendo ésto, aprovechó la ocasión y se aproximó a la ventanilla, que había dejado Dña. Consuelo, por la que habló algunas palabras con su amigo. Los motores de los automóviles comenzaron a funcionar, y Ángel, que seguía conversando con su amigo, no pudo impedir que corriesen por sus pálidas mejillas algunas lágrimas. Celestino enternecido las miró, y cogió con rapidez el pañuelito de crespón que colgaba del bolsillo pequeño de su chaqueta, se las secó y dijo: _Ángel, amigo mío, este pañuelo, con el que he limpiado tus lágrimas, lo despositaré a los pies de la D. Pastora nada más llegar al Colegio Seráfico de El Pardo; será el mejor modo de rogar a la Sma. Virgen por tí, el presentarle tus propias lágrimas. Habían emprendido la marcha, y la gente -170-
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