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_Lo que dije al principio, Celestino. Que hay que armarse de paciencia y dejar que obre el tiempo. _Ya comprenderá usted D. Antonino -repuso Ángel- que los jóvenes tenemos la sangre muy caliente, por no decir hirviendo, y que nos es imposible permanecer como los viejos. _Pues, hijo mío, en asunto como el tuyo, tienes que hacerte viejo, es decir, tienes que obrar como los ancianos, aunque no te agrade. _Sea así, Sr. Cura -replicó Ángel-, pero bien sabe usted que las golondrinas por instinto natural dejan estas tierras cuando se aproxima el invierno y el hambre... es hambre. _Hablas, Ángel, de una manera -contestó el Párroco- que me temo que me hayas obligado a hacer un juicio tal vez demasiado temerario. _Si no me engaño, el juicio de usted, nada tiene de temerario y si no... dígalo. _Casi no me atrevo. _Pues lo diré yo por usted -repuso Celestino– que usted ha pensado que aquí, Ángel, ha querido decir que tiene tentaciones de abandonar esta tierra fugitivamente. ¡Qué!. ¿A que este fué su juicio?. _Ese mismo.-Declaró el Sacerdote-. _Y a eso me refería -Ángel afirmó-. _Si así es, tengo que decirte que, si llegas a caer en esa tentación, harás un horrible disparate. ¡Mira!, Ángel, -continuó con gravedad el Sacerdote- te recomiendo por amor de Dios que no des un paso en falso, porque pudiera ser fatal. Sé muy bien, que ha habido individuos y hasta santos, que han puesto en práctica ese tu pensamiento, pero considera que a tí te rodean circunstancias muy distintas de las que a ellos -128-
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