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454 Pero sí sé que lejos de la Ciudad Eterna, en el Garabandal pobre, pe– queño y ahora sospechoso, se mantenía también la vela aquella noche. «La noche del 10 al 11 de octubre -escribe en sus memorias el cura de Barro- la pasé totalmente en vela en la cocina de Conchita. Ese día 10 había aparecido en la prensa la nota oficial del señor obispo, que tenía fecha del 7, fiesta de la Virgen del Rosario. »Yo había acudido esta vez a Garabandal con el embajador de Es– paña en la Arabia Saudí, don Alberto Mestas. »Esta noche, los que esperábamos en la cocina de la casa, por entre– tener la larga vela, nos pusimos a jugar a preguntas de cultura con Con– chita. En un momento dado, ella dijo: A ver quién acierta cuándo va a venir la Virgen ... Todos fueron dando su hora; también Conchita dio la suya; yo dije que sería a las ocho de la mañana, porque a esa hora comenzaría el Concilio. .. Las horas de todos fueron quedando atrás, también la de Conchita; y todos fueron cediendo al sueño, algunos incluso se fueron a dormir. Yo me comprometí a seguir despierto, con intención de avisar a los demás, cuando el éxtasis de la niña se produ– jese. "X la verdad es que esa noche a mí no me llegaba el sueño... Funcionaba el transistor de Conchita, y cuando empezaba a retrans– mitir la solem_ne ceremonia de la inauguración del Concilio, con la procesión de los Padres conciliares, me di cuenta de que la niña acababa de entrar en éxtasis: el trance, según mis previsiones, había coincidido exactamente con la hora del Concilio... » Pero no fue únicamente este magno acontecimiento el que estuvo presente en aquellos minutos de comunicación con el cielo. Al acabarse los mismos, se le preguntó a la vidente si ella había preguntado algo a la Virgen, y dijo que sí, que le había preguntado por qué el señor obispo había dado aquella .nota que venía el día antes en el periódico. -¿Y qué contestó la Virgen? -La Virgen no contestó; se limitó a sonreír. Quizá le hicieran sonreír las pretensiones de unos, los temores de otros ... Las pretensiones de quienes buscaban acabar con todo aquello, los temores de quienes sufrían pensando que con aquello se podía aca– bar... ¡Cuántas de nuestras cosas le harán sonreír a Dios! Muy indul– gentemente, a veces, y a veces, no tan indulgentemente. « ¿A qué viene ese agitarse tumultuoso de las naciones? ¿Para qué tanta inútil pala- . brería de los pueblos? Aquel que se asienta en los cielos, se sonríe.. . » (Salmo 2, 1-5). Bien pudiera ser que la Virgen se sonriese en aquella ocasión con– templando el futuro de Garabandal, más allá y por encima de todas las Notas episcopales, tan llenas de celo. ¿Sonreiría también, contemplando el futuro de la Iglesia, más allá de las grandes, y a veces agitadas, sesiones conciliares? Nada sabemos. Pero sí sabemos de alguien, que ciertamente sonreía a esa hora, y con desbordado optimismo, ante el sin par cambio que él esperaba en la Iglesia como resultado del Concilio. En esa mañana de su inauguración, 11 de octubre de 1962, jueves y fiesta de la Maternidad de María, Juan XXIII hablaba a los Padres conciliares: «Venerables hermanos: Hoy la Santa Madre Iglesia se regocija, porque en virtud de un regalo especial de la Providencia Divina, ha

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