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Un día, va a partir hacia «las cuevas» -el in– fierno de la isla maldita-, donde se han escon– dido o refugiado los leprosos más deshechos por el mal, aquéllos cuyo hedor y vista ya no hay quien aguante. El médico americano que desde hace poco está con él, no comprende aquella «ex– cursión», tan repulsiva y llena de peligros; y pre– gunta: -¿Por qué hace eso P. Damián? -Lo hago... (su mirada se pierde en la leja- nía) ... lo hago ... Sería muy difícil explicárselo a usted. -Pero, ¿es que no tiene miedo al contagio? -¡Un miedo horrible! Soy hombre como los demás. -Entonces, ¿a qué va? -Pues ... ¡a eso! A pasar miedo y a infundir valor. Esta «salida» es para mí la mejor revelación de la grandeza de aquel hombre. Y me hace pensar en el emocionante drama de todo buen cristiano; más agudamente, del sacerdote. Ser un hombre como otro cualquiera, y tener que obrar, casi de continuo, como si de hombre cualquiera no se tuviese nada... Como si, para siempre, nos. hubiesen dejado instalados en una superioridad sin flaquezas. Y así, tenemos que proceder: Infundiendo valor, cuando nosotros mismos estamos acobardados. Inspirando seguridad, cuando por dentro nos está sacudiendo la angustia. 65 5
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