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alguien que tales palabras enjugarán muchas lá– grimas o reanimarán corazones deshechos? Otra cosa sería, si nosotros, cristianos, tuviéra– mos de verdad a punto, por intensamente vividas, las palabras de luz y de esperanza en las que vi– bra nuestra fe. Es un día de entierro, en uno de nuestros pue– blos cristianos. Por la casa mortuoria gravita el recuerdo en carne viva de quien acaba de irse, su nombre, su vacío ... Resulta difícil hablar: rostros cansados, ojos enrojecidos, falta de sueño, sobra de dolor. Los familiares, puestos a la mesa, rezan seguramente por él, o por ella, por «su ánima» ... ¡Qué efecto, si alguien, en ese punto, supiera re– petir emocionadamente a San Pablo: «No quere– mos, hermanos, que andéis con incertidumbres acerca de los que «duermen» -para los primeros cristianos, morir era un dormirse en el Señor-, para que no os hundáis en la tristeza como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios, a los que «durmieron» por Jesús, los llevará algún día con El.» ¿ Puede acaso decirse algo más confortante y maravilloso a quienes se encuentran de pronto en una de las peores pobrezas, una de ésas que no pueden remediarse con dinero? 326
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