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nados, sin fortuna! ¿ Quién podrá contar los po-– bres de salud, de paz, de comprensión, de espe– ranza, de auténtico amor? Se desahogaba cierto día en París la entonces famosísima, admiradísima y riquísima actriz fran– cesa Eva Lavalliere con su mejor amiga: «Mira, Leo, tengo todo lo que una mujer puede desear para sentirse feliz, y, sin embargo, te aseguro que me siento totalmente desgraciada. Soy como una huérfana, muerta de hambre, a la que en vez del alimento nutritivo que necesita, se le estuviera en– gañando con setas y espuma de champán». En nuestra caridad, ¿no estamos mirando de– masiado exclusivamente a los pobres de pan y de pesetas? · Deberíamos conmovernos tanto, por lo menos, ante las ruinas afectivas o sentimentales de mu– chos prójimos. En esa casa hay luto: un hombre o una mujer lo llenaba todo; era de verdad la pie– za clave de la casa; pero ha caído, está ya inmó– vil, y hay un duelo terrible en derredor... Los que quedan, podrán seguir económica□ente igual, o mejor si queréis; pero se sienten angustiadamen– te pobres, faltos de algo que será echado más de menos cada día. Para tales pobrezas, ninguna limosna mejor que la de unas palabras que lleven de verdad mucha «carga». Me temo que no sirvan de gran cosa esas rutinarias frases que suelen decirse en los duelos: « ¡Qué se va a hacer! La vida es así. Hay que con– formarse; a todos nos llegará la hora. Le acom– paño en el sentimiento... » No condeno tales ex– presiones, porque algo hay que decir (y fácil es que a uno no se le ocurra nada mejor); pero ¿cree 325
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