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Y como tal, da la orden para la 111.agna y decisi– va tarea: ir haciendo, de entre todos los hombres, «mscípulos» suyos ... , incorporándolos, mediante el bautismo, a la vida, a la familia, a la gloria de Dios, que no es el inmenso y misterioso Solitario, que tantos se imaginan, sino el Ser plenísimo y maravilloso, desbordante de Vida en comunica– ción dentro del insondable misterio de su Tri– nidad. Se nos incorpora a la vida de Dios, Trino y Uno, porque en el bautismo nacemos verdaderamente de El, y recibimos de su vida... No es verdad que «todos los hombres somos hijos de Dios». Los hombres, por naturaleza, no somos «hijos», sino «creaturas», de Dios, hechuras de sus manos invisibles y todopoderosas. Y sólo a El, a su Amor, a su Gracia, debemos el no haber quedado ahí. Porque nos ha amado inexplicablemente, nos ha querido en familia con El, animados de su misma vida. Y esta sin par ventura empieza para nosotros cuando «nacemos de nuevo, por el agua y el Espíritu Santo» (Jn 3, 5). Así, pues, sólo los renacidos, o bautizados, so– mos de verdad «hijos»; los demás ... son unos «llamados a serlo», porque Dios ama a todos, a todos quiere engrandecer y salvar. La puesta en marcha de tal maravilla -pasar de simples «creaturas» a «hijos» de verdad- fue la gran finalidad de la Encarnación (Jn 1, 12; Gal 4, 4-5). 302

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