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les -nuestro BIEN- tuvo que venir de un «Sí» maravilloso que reparara y recompusiera. Y ese fue el «Sí» total que Jesús hizo de su vida y su persona. Cuando S. Pablo (Flp., 2, 8) condensó en estas dos líneas toda la historia de Cristo: «Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, ¡y muer– te de cruz!», no hada literatura; esculpía con impresionante exactitud 1a más honda verdad de Cristo. Todo El había sido para el Padre un «Sí» de sumisión, amor y entrega llevado hasta lo último; hasta lo último en lo que más asusta al hombre y más le hace desistir de sus compromisos: el sufrimiento, la humillación, los aparentes fracasos, la ruina fi. nal de la muerte. Ese «Si» de Cristo fue lo que de verdad operó nuestra Redención, al complacer y reparar infini– tamente por todos los «noes» de nuestros peca– dos. Porque no podemos ni imaginarnos a Dios en– contrando reparación y complacencia en la san– gre, las torturas y la muerte de nadie, y menos en la del «Hijo de su amor»: lo que tenía que com– placerle, e infinitamente, fue ver a Este llevando hasta la sangre, las torturas y la muerte su «Sí» de Obediencia, Amor y Entrega total. Adoremos al Jesús de la inmolación suprema ... Y pensemos que sólo entrando cada día más en su «Sí» podremos nosotros hallar liberación y re– cuperación. «Por El -continúa el Apóstol- po– demos nosotros responder «Amén» a Dios, para gloria suya.» Amén es la palabra litúrgica del Sí. 295
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