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bres, a quienes prodigar caricias y regalos: «Los habitantes de ciertos pueblecitos saben que ven– drá en un viejo taxi, conducido por un viejo es– pañol. .. , con decenas de paquetes de alimen– tos ... ». Esto tiene que pesar mucho a su favor, seño– ra. Por eso tengo esperanza. Y o sería feliz, si un día, en el mamento de en– trar usted en el taxi, la parase de pronto una voz, nada corriente, para decirle, poco más o menos: -Un niomento, señora, ¿quiere darme fuego1 Es que no logro encender este pitillo. Y usted, complaciente, le alargaría su elegantí– simo encendedor (porque me imagino que fuma– rá, como todas las mujeres famosas). El lo miraría, lo probaría repetidas veces, y aJ fin: -Gracias. Pero no me gusta mucho esta llama... -¡Qué curioso! Pues ¿no es como todas las demás? -Puede hacer mucho daño ... Además, es un símbolo de otro fuego que yo abomino ... No, no me gusta. Y o sé de un fuego mejor. Por eso dije un día, entre el susto o espanto de mis amigos: «Me gustaría incendiar la tierra». -¡Qué bárbaro! -El fuego de que yo hablo no causaría mal a nadie. Y haría extrañamente hermosa la vida. -¡Si eso fuera verdad! Yo que encuentro el vivir cada día más feo, más pobre, más inaguan– table... -Me tendrá por chiflado, pero no lo estoy: le hablo completamente en serio. 268
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