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ta- «los hombres más ricos y famosos, unos ad– miradores entre los que se cuentan la mayoría de los hombres que todas las mujeres se dispu– tarían». Usted, querida, «aun viviendo en un mundo de ensueño, sólo conoce el fracaso ... ; se encuentra ante el vacío, ante un abismo sin fondo». Rodea• da de gente, se siente terriblemente sola: «sola y triste, bañada de aislamiento, buscando perdi– damente un amor que huye... , un algo intangible que se siente incapaz de precisar». Todo esto, ¿no es para compadecerla más que para admirarla? ¿No es para que un cristiano trate de hacer algo en su favor? Cristiano soy y, por tanto, no puedo quedarme indiferente; cristiano soy y, en consecuencia, de– bo ofrecerle ayuda, sin detenerme a escudriñar la culpa o culpas que usted misma haya podido tener en que se produjera su presente situación. Pero la ayuda que yo puedo ofrecerle es más bien menguada. ¡ Y tan menguada! Se reduce a hablarle de uno que sí que la puede ayudar: él tiene, no lo dude usted, la plena solución de su -caso. No siempre es fácil dar con él. .. Pero si se le busca de verdad, el encontrarle es seguro. Verá. Una vez (le cuento esto para que se ani· me), una vez había en el pueblecito samaritano <le Sicar -quizá usted, que ha corrido tanto mun– do, lo conozca- cierta joven mujer, que debía de sentirse muy poco feliz y satisfecha. Admiradores aprovechados parece que no le faltaban; pero producían seguramente poco dinero, puesto que ella tenía que hacerse, como una mujer cualquie– ra, todas las labores de la casa. Ir todos los días 266

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