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ten espontáneamente, bien sea a través de esas fórmulas, sencillas, de oración, que la Iglesia ha puesto siempre al alcance de sus hijos. En cuanto a amar, esto debe ser siempre la base de nuestras relaciones con el prójimo. Un amor que acapare todo nuestro tiempo disponi– ble para visitar enfermos, inválidos, presos, ho– gares pobres, ancianos ... Un amor que abra nues– tros ojos para ver las necesidades de los demás y acudir en su socorro. Creo que el sacerdote debe ser ante todo un «hombre de oración». Un hombre que se encuen– tre a gusto de rodillas delante del sagrario. Y después, un hombre a quien todos los nece– sitados de su parroquia acudan con alegría, por– que le consideran como un verdadero amigo». Creo que no pueden quedar mejor expresadas la grandeza y la pesadumbre del sacerdocio: esa tensión entre lo más grande que puede venirle a una criatura y las flaquezas o limitaciones de esa misma criatura, en todo semejante a las demás ... Los sacerdotes que acaban superando felizmen– te en ellos el choque entre Gracia y Naturaleza, son los de «la Sal y la Luz». Los otros son... los fracasados. Hay que dar gracias a Dios por unos. No hay que escandalizarse demasiado por los otros. Y hay que rogar a Dios por todos. 262
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