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a los hombres es, ante todo, un conjunto de mis– teriosas realidades, que están más para ser vivi– das que para tenerlas racionalmente demostradas. Por eso los Apóstoles no fueron enviados a con– vencer, con recursos dialécticos, sino a proclamar todo lo que habían visto y oído... Y si lo que ellos decían acabó imponiéndose en la convicción de muchos, no se debió precisamente a las «razones» que daban, sino a la fuerza con que expresaban su «testimonio» (l.ª Jn 1, 1). La Iglesia sigue en medio de los hombres como continuadora de todo aquello ... Es, ante todas las generaciones, la perpetuación y actualización del Gran Testimonio de los que «vieron, oyeron y to– caron». Pero la Iglesia, en su testificar de cada día, no puede ni debe apoyarse exclusivamente en aque– llas experiencias, ajenas y lejanas... ; perdería mu– cho de vigor y eficacia lo que dice. Es preciso que en las palabras de quienes «tes– tifican» haya, junto a la seguridad de lo recibido por vía de tradición ininterrumpida, la insustitui– ble fuerza que da el propio convencimiento, la experiencia personal. Y a esta «experiencia» sólo se llega por un ha– bitual contacto con Dios -y las realidades de su «Misterio»- a través de... la ORACION. Sí, la oración. Por eso, el peor daño que ha podido hacerse a la Iglesia (y en consecuencia al mundo) es que sus «ministros» y sus «militantes» ... ya no oren. La dejadez práctica para la oración ha sido de siempre, porque de siempre es que el hombre vul– gar descuide aquello que le cuesta; pero es que 250
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