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gusta contemplar su robusta cabeza, de noble cal– vicie, y su barba tan varonil, y lo expresivo de sus labios, y, sobre todo, la hondura de su mirar. Todo él resulta interesantísimo; pero si en él se apagara el «algo superior», veríamos cómo el montaje físico de su persona no le salvaba de ser -externamente- uno más entre los muchísi– mos. .. que no llaman la atención. Yo le he visto con un claro aspecto de tener su carne maltrecha, bien zarandeada. ¿ Y quién pue– de extrañarse? Lo contrario sería prodigioso. Por– que ¡hay que ver su tenor de vida a lo largo de casi treinta años! Algo nos dirá él. Antes de hacerle preguntas empecé pidiéndole perdón por tener que tratarle de «usted». Otra co– sa no se me ocurría. Aunque de jerarquía suma en la Iglesia, obispo de obispos, no me salía el tra– tarle de «Excelentísimo y Reverendísimo Señor». -¿ Cómo quiere que le presente a nuestros lec– tores? -Bien clara ha quedado en mis epístolas mi tarjeta de presentación: «Pablo, Siervo de Jesu– cristo y Apóstol suyo por voluntad de Dios». Pone en esto tanta fuerza, que me ha dejado im– presionado. Se ve que, para él, pertenecer de lleno a Cristo y estar con absoluta dedicación a su ser– vicio es el todo en su vida y persona. Lo demás apenas cuenta, o sólo cuenta en orden a esto. -Sin embargo -le digo-, usted, en alguna ocasión, alardeó de su raza israelita, de su forma– ción en las mejores escuelas de Jerusalén, de per– tenecer al grupo más celante del judaísmo, y hasta supo aprovecharse de su ciudadanía romana, que le envidiaban no pocos. 241 16
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