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tes nómadas» despreciarán sus palabras, que se– guirán siendo, no obstante, una buena defensa contra las tinieblas del error... «Vosotros sois la luz del mundo». Pero también hace falta sal. La tendencia a la corrupción de costumbres es en las sociedades humanas todavía más fuerte que el gusto por el error. La descomposición mo– ral de los pueblos ha causado más ruinas y de– sastres que todas las guerras y todos los terre– motos ... Y el mundo sería un inmenso pudridero, en el que tal vez se habría ya disuelto el género humano, si no fuera por la acción de una sal hu– milde que Dios ha proporcionado misericordio• samente a las sociedades. Esa sal, normalmente, es el sacerdote. Lo que hace la sal en las aguas del Océano y en las carnes de los animales sacrificados para ali– mento del hombre, es lo que hace el sacerdote en medio de la sociedad. Sin la sal, vendría la des– composición de las aguas y de las carnes: sin el sacerdote, vendría la descomposición de los pue– blos. Cuando a veces medito en la tarea que deben desarrollar incansablemente los sacerdotes, me digo a mí mismo: Y todo eso, ¿para qué? ¿Para transformar del todo al mundo? Sería muy her– moso; pero... creo que tan bella aspiración no pasará nunca de ser un puro e irrealizable ideal. Entonces, ¿para qué? Sencillamente, para evitar que el mundo se pudra por completo. «Vosotros sois la sal de la tierra» ... Misión ne- 224

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