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to un hombre de vida poco limpia y sin ganas de cambiar. Porque la «justicia» que proclamaba el Após– tol, no era una justicia para exigir a los otros en las cosas de este mundo, no era la tan urgen– te e incumplida de las mejoras sociales, sino la que dentro de cada uno, con sus exigencias de perfección personal, nos tiene que ir haciendo «justos» ante Dios. Y la «continencia» que él decía, no se quedaba en atinadas consideraciones sobre un higiénico control de la sexualidad, sino que apuntaba muy concretamente a la necesidad de someter y en– cauzar el apetito carnal -naturalmente tan des– ordenado- según normas de una moral inmu– table. Se trataba de tomar, ni más ni menos, como ineludible exigencia del vivir cristiano, esa virtud de la castidad, que ya bastantes sacer– dotes -el dicho no es mío- «no se atreven ni a nombrar». Y el «juicio» que él anunciaba, debía de pa– recerse bien poco a ese final encuentro con Cris– to. «Punto Omega», que ciertas mentes excesi– vamente teilhardianas presentan ahora como se– guro desenlace feliz de todas nuestras aventu– ras: era, sin duda (por algo se estremecía Félix), un juicio de auténtico discernimiento de cada uno, para salvación o condenación eterna. Ahora, ciertamente, régimen o situación de Libertad: a nadie se fuerza a ser trigo, a nadie se impide ser cizaña; pero al final, LAS CUENTAS ... , y a cada uno, su merecido. Se puede ser infiel a esa misión de transmitir el Pensamiento y la Enseñanza del Señor: o con 220
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