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104 FRAY CANDIDO DE VIÑAYO, O.F.M. CAP. lar, no pocas veces iba acompañada de ruidosos pro– digios, como el siguiente. Había llegado a cierto lugar a predicar. El gen– tío que había acudido para oír su sermón, era enor– me. El templo, aunque grande, no podía ni mucho menos contener los miles de fieles allí congregados. El sermón, por fuerza, tenía que ser al aire libre. Se buscó lugar a propósito para ello y se convino en que fuera en un pequeño valle, conocido por los habitantes de aquella comarca con el nombre de Valle de las arenas. Reunida allí aquella gran multi• tud, el Santo dio principio a su sermón. De pronto, el cielo comenzó a oscurecerse. Nubes negras y com– pactas cubrían ya el firmamento. Brillaron algunos relámpagos y tras ellos sonaron los estampidos de los truenos. Algunos de los oyentes se sentían ame– drentados y empezaron a desfilar. Fray Antonio temió que se marcharan todos sin recoger el fruto espiritual de su predicación. Enton– ces, alzó más la voz, la cual resonó por todo el vaUe, y los calmó diciendo: -Hermanos, os ruego que permanezcáis quietos en vuestros lugares, porque la tempestad no os hará daño alguno. El auditorio permaneció tranquilo escuchando el sermón de Fray Antonio. Entre tanto, en la ciudad y sus alrededores se desató una lluvia torrencial. En el Valfe de las arenas no cayó una gota de agua. La
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