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cendió sobre los párpados de cada uno, y reinó el silen– cio hasta el amanecer, en que la aurorn con sus delicados rayos tocó de nuevo a la puerta de la churuata, y los pa– cíficos moradores saltaron de su chinchorro dispersán– dose como bandada de pajarillos, cada cual a su oficio. Las mujeres, con su guayare y niño a cuestas, unas iban por leña, otras al conuco a arrancar la planta de hacer pan. Los varones, por la senda opuesta, unos, con anzuelo y nasa, cogían la vera del río, otros, con arco y flechas, el comino de la montaña olfateando la huella de algún tapir o venado. No quedaba ninguno cuidando la casa, bien que le faltaba cerradura, pues, amén de ser pocos y sin valo1· los bienes muebles, no había peligro de ratei-os en esta república democrática. Todos partían sin necesidad de recibir órdenes, porque existía entre ellos tal sentimien– to de igualdad con independencia de función, que ningu– no precisaba leyes positivas que a cumplirla le obliga– ran. Así un día y otro día, una luna y otra luna y varios temekanes (1 ), la vida de estos sencillos indios deslizá– base tranquila, libre de temores, ajena al vértigo de la eivilización; pero, anhelante, ávida de un bienestar tem– poral mejor y de una felicidad ultraterrena que su idio– ma no la nombraba porque su entendimiento la desco– nocía; que su fantasía no la imaginaba, pern que su al– ma, por su condición de inmortal, inconscientemente 1a requería. Y este anhelo, esta avidez, este requerimiento seguíales a sol y a sombra, sofocando la tranquilidad (1) Los indios pcmones cuentan los años por los cielos de la constelación de Temekán. Cada vez que ésta aparece en el Oriente al anochecer comienza para ellos el nuevo año. Los meses se cuentan por lunas, y los días por la salida y puesta del sol. 90
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