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nerse un centenar de metros más allá, repitiendo el mis– mo juego, hasta que, cansada, torcía el rumbo hacia po· pa, perdiéndose de vista en la primera vuelta del río. Al íin divisamos una casucha y saltamos a verla. ¡Un rancho miserable de siete varas de largo por cuatro de ancho , sin puertas ni paredes y sin división alguna en el interior! He aquí todo el tinglado: tres filas de hor– cones o palos gruesos clavados en el suelo, los de la fila del medio más altos que los de las filas laterales, sujetos todos en la parte superior por soleras y tirantes; de la fila del medio a las laterales, unos cuantos palos delgados, que llaman costillas, sosteniendo las hojas de temiche que formaban el cobertizo de la choza, y nada más. En todo el armazón del edificio no había un alambre, un clavo, un hierro; todas las uniones y empates se soste– nían con lianas o bejucos. Dentro del rancho había tres hamacas colgadas y en ellas, tres indios flácidos y mugrientos, sin decisión pa• ra levantarse, sin paz en su alma, sin ternura en su cora– zón, sin sueños, sin voluntad de vivir, sin valor para morir. --¿Katuketi, ma raisa? (¿ Cómo estáis, amigos?)– les saludó el padre Santos. -Bajukaya (bien) --contestaron sin moverse. -¿Y qué hacéis aquí tan solos? ¿Dónde están vues- t2·os compañeros? --Naminanaja (no sabemos). - ¿ Volverán pronto? -Naminanaja. - ¿ Irían al moricha!, tal vez? -Naminanaja. -¿Están lejos de aquí? -Naminanaja. 60

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