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-Pues más arriba aún -repliqué. Subimos media legua, y en una ensenada que nos pa– reció a propósito, nos echamos al agua, metiendo espue– las a los caballos. Felicitámonos mutuamente por el triunfo y segui:mos hacia Los Claveles. Almorcé, cambié de caballo y marché solo en dirección a Upata; desde allí ya sabía yo el ca– mino. Pero mi rucio no había cobrado los bríos. A fuerza de espolazos lograba que avanzase algo. Caía un sol de fuego; que se hacía sentir de un modo abrumador. Las dificultades se presentaban insuperables. A las cinco de la tarde tuve que apearme y dejarle que pastase mientras l'ezaba el Oficio divino. Un ruido súbito distrajo mi atención. Fue causado por una iguana, saurio de regular tamaño -quizá llega– se al metro de longitud-, de color verde pálido y man• chas oscuras redondeadas de amarillo. Por todo el lomo, desde el entronque de la cabeza hasta la mitad de la cola, tenía una cresta erizada que le daba aspecto feroz. Di– cen que su carne es deliciosa; yo nunca la he probado, pero sí sus huevos, que son agradables y nutritivos. Como abundan poco, los natuxales no quieren descastarlas; sus huevos los obtienen abriéndolas el vientre con una navaja ordinaria, cósenlo después con aguja e hilo, y las sueltan para que vayan a curarse al monte. Una hora después continué la marcha, pero en ve7, de dos leguas por hora, el 1·ucio necesitaba dos horas para andar una legua y la noche entró por medio. Me en– contraba al comienzo de una serie de montañas que hay antes de Santa Rosa. Eran las ocho cuando el caballo se negó a dar un paso más. Que yo supiese, no había rancho alguno en aquella vertiente. Tampoco podía estarme ma– no sobre mano ni pasar la noche a la intemperie. 46
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