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tuación era entonces tan precaria que apenas podl"Ía ima– ginarse en el hombre más pob1·e de la más pobre aldea civilizada. 1c Rodaba verdaderamente -al decir de otro– sobre las llantas». Si las piedras me habían desollado los pies por deba– jo, las cuerdas con que sujetaba las sandalias me deso– llaban ahora por arriba. Llegué a la choza hecho un na– zareno ; pero peo1· que yo estaba el enfermo acostado en el chinchorro: ¡un esqueleto, un ser medio vivo con cier– ta apariencia humana! Al verme entrar, levantó lánguidamente los brazos secos, descarnados, y clavó en mí sus ojos con tal fijeza, que aquella mirada penetró hasta lo profundo de mis entrañas. No decía una palabra, mas daba bien a entender que en mí cifraba su salvación. Era un joven de veinte a veintidós años. Había sido bautizado en 1931; le ex– cité al dolor de todos sus pecados, y le di la absolución, poniéndole los santos Oleos. No quedó satisfecho; era algún remedio, alguna me– dicina de tomar lo que debía darle, porque su mal esta– ba dentro. Todo lo que yo po1·taha era unas tabletas de quini– na, de veinticinco centi~ramos, contra el' paludismo, y unas píldoras laxantes del Dr. Ross. Para darle un mo– mentáneo consuelo le dije: -Mi~a: ahora mismo te tomas estas dos píldoras amarillas (las laxantes) ; mañana, al salir el sol, tomas una tableta blanca (la quinina) y otra al meterse ; lo mis– mo harás al oti-o día y al siguiente. Parece que el indio cumplió con exactitud matemáti– ca mi receta. Mi diagnóstico era de que estaba tuberculo– so rematado, quizá fuera un paludismo agudo lo que le aquejaba. 223
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