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había salida para ninguna parte, ni gente prox1ma a la cual pedir auxilio, ni tráfico alguno por el río; total, que el abandono equivalía a una muerte segura. Un mal paso dado sería mi perdición, y, si por evi– tarlo, claudicaba, ¿ cuándo tendrían los indios, que aún me faltaban por ver, la oportunidad de recibir la nueva del Evangelio? Desde que el divino Redentor la trajo a la tierra, nadie, que yo supiera, había venido a anun– ciársela, y desde que yo se la anuncié -octubre de 1935- hasta la fecha en que estoy escribiendo esto -diciem– bre de 1957- no he tenido noticia de que haya vuelto por allá otro misionero. El momento oportuno era éste en que me encontraba cerca. Debía seguir adelante a to– da costa. La tormenta se conjuró así: Al principio hice como que no notaba nada; única– mente pedí que me trajeran la hamaca, la colgué de un árbol y me senté a rezar el Oficio divino. Ellos esperaban segunramente que yo les increpara su huelga de brazos caídos, habiendo tanto que hacer, como sacar los bultos de la curiara, recoger leña, preparar la comida, etcétera, para poder así justificar su descontento, alegando que después de haber trabajado durante el día como negros, no les dejaba ahora un ~omento de reposo, y en con• secuencia, manifestar su resolución de no seguir adelante. Mas en vista de mi silencio, cuchichearon unas palabras entre sí, aprovechando mi aparente distracción de lo que ellos hacían, y se pusieron a trabajar luego muy afa– nosos, quién a sacar los bultos, quién a recoger leña, quién a cocinar, quién a colgar las hamacas, etc. Estaba resuelta la crisis. Los indios se habían vuelto una malva. El intento de abandonarme era seguro ... ; al amparo de la noche. Acabé mi rezo y pedí me trajeran la comida, la que tomé sentado en la hamaca, y luego 210

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