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bastado hasta coge1· cierta semejanza de mono, y sobre él me puse a cantar una tonada asturiana. El efecto fue sorprendente. Poco a poco los varones de la tribu se fueron acercando. Les repetí que yo que• ría ser su amigo, que no venía a hacerles daño, sino a enseñarles. Les obsequié unas telas de color rojo para que se hicieran un taparrabo más decente, pues lo que tenían eran unos colgajos inmundos, y se abrieron, se confiaron. Empezaron a urgar mis objetos, a palparme, a to– carlo todo, a preguntar por todo ; veían las cosas primero extrañados, luego hacían sus exclamaciones, sus chistes y comentarios, se reían... ¡estaban ya contentos! -Nosotros sabíamos que existían seres de otro co• lor; mas nunca los habíamos visto -dijo al fin el ca– pitán. Entonces aclaré mi voz de una manera artificiosa in– dicando que quería hablar. Todos se sentarnn en cuclillas alrededor de mí en el suelo. Mi charla duró media hora, oída con profundo silen– cio; versó acerca de la entrada de los misioneros en la Gran Sabana para instruir y catequizar a los indios, de lo que habíamos hecho con los taurepanes que moran en Santa Elena y sus alrededores, y que eso mismo quería– mos hacer con ellos para que no llevaran una vida tan pobre y miserable. En el rostro de todos se iba reflejando la alegría que experimentaban con esta nueva. Les hablé de las princi– pales verdades consoladoras de nuestra fe: de la existen– cia de un Dios creador de todas las cosas, de la felicidad eterna con que galardonará a los que crean en El y cum– plan sus mandatos... Mi charla, aunque imperfecta en el idioma de ellos, 196
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