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cubiertos de maleza. Era un cayuco miserable, hecho de corteza de árbol, tan liviano y diminuto que él solo fue suficiente para bajarlo al agua y le sobró fuerza. Como no cabíamos todos en ella, dispuse que fueran tres con dicha curiara hasta la primera ranchería indígena a bus– car otra más grande, quedándome yo con uno de ellos. Cinco horas tardaron en regresar, durante las cuales me pasó lo siguiente: Algo estropeado de los resbalones sufridos en el camino, me senté bajo un cobertizo destar– talado que había no lejos del río entre la espesura. Re– zando estaba el Oficio divino, y como a los veinte minu– tos empiezo a sentir cierta desazón en el cuerpo que se agranda por momentos. A tal grado llegó el prurito, que hube de alzar un tanto el pantalón, y quedé aterrado al ver mis piernas cubiertas de diminutos puntos negros (o de este color me parecieron). Llamo al indio que estaba pescando. Viene y, al verme, soltó tal carcajada que alar– mó a dos guacamayos, los cuales salieron disparados de un árbol graznando, y dijo: - ¡Nigua, nigua, torito nigua ! Rancho de indio, aban– donado, cogiendo nigua; ¡ja, ja, ja ! Salté como un co1·zo y me intrnduje monte adentro, 1Ioncle me quité las vestiduras y me dediqué a una lim– p ieza cachazuda de éstas y del cuerpo que me llevó dos horas. No puede gloriarme de haberlas eliminado todas, pues son tan diminutas que muchas se hacen invisibles. Los efectos de las que quedaban empecé a sentirlos a los dos d ías por un picor agradable que producen. Mandé a un indio que me examinara los pies y, a punta de alfiler, me sacó veintisiete, cada una con su bolsita, dejándome otros tantos huecos en ellos. Creímos haber acabado con los j.ehuseos. Mas no fue así, porque, habiendo pasado en de- 193

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