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tiguada por velo alguno de vapor. La selva, no tan tupida como en otras partes, semejaba un grandioso templo, cu– ya bóveda azul llegaba hasta el trono del Altísimo, con multitud de naves formadas por columnas arbóreas, en cuyos capiteles o ramas salmodiaban los pajaritos. Clavé unas estacas en el suelo junto a un árbol cor• pulento, puse otros palos atrnvesados e imp1·ovisé la mesa de altar; suspendí del árbol el crucifijo y la imagen de la Santísima Virgen, nuestra Madre querida, y me puse a celebrar el tremendo sacrificio de la Misa con inusitado fe1·vor -era la fiesta de mí seráfico Padre San Fran– cisco- al consídera1·me en aquel majestuoso templo por la misma Divinidad fabúcado; bajo aquella bóveda grnn– diosa, peana del inmenso Dios ; entre aquella miríada ele columnas vivas, arpegios de la Omnipotencia creadora; asistido por el coro de avecitas, que entonaban himnos de grntitud ... ¡Cuán pequeño me sentía en aquella grandiosa inmensidad! ¡Mas, por otrn parte, cuán privilegiado de ser yo quien recitara las palabras solemnes, en virtud de las cuales Jesucristo iba a descender por vez primera desde el principio de los siglos a morar en aquel ma– jestuoso templo! ¡Qué consuelos tan inefables derrama el Señor de cuando en cuando sobre el pobre corazón de sus misioneros para endulzar tragos de amargura ! Reanudamos la marcha después de un parco desayu– no de arroz sin tropiezos, que a mí me supo a mieles. El camino, pendiente y 1·esbaloso, me hizo dar varias veces en tierra, pero yo no supe cuántas, porque iba abs– traído en una canción religiosa que desde la hora de ce• lebrar se me había metido en la cabeza sin poder des– hacerme de ella : 191

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