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que íbamos a presenciar algo serio, algo así como una hecatombe. Los nervios se me crisparon y el ruido más insignificante me sobresaltaba: la caída de una fruta, el chasquido de una rama... El ambiente estaba denso; se respiraba con dificultad. La descarga se veía venir, y yo deseaba que fuera pronto para verme libre de 11quel 11go– bio aplanador que me atosigaba. ·Por fin, el director de orquesta movió su batuta; fue un rápido fucilazo de cerro ~ cerro que iluminó toda la selva descubúendo el color y la sustancia de ella. El es– tampido corrió a lo lal'go del cañón en brincos descomu– nales, siguiéndose a ello un repiqueteo de gotas gruesas. Esto fue la obel'tura. Hubo una ligei-a pausa, y tras ella se inició el desenfreno de todos los elementos. Yo me sentí mudo de horror ante el espectro de aque– lla tormenta tropical. Los rayos se sucedían con tal ra– pidez que aquello era un continuo fulgor, en tanto que los truenos, unidos a los ecos de sus formidables detona– ciones, no cesaban de retumbar a lo largo de la gargan– ta montañosa, entre la cual nos hallábamos nosotros como una cascar.ita indefensa en medio del furioso océano. Pa– recía que se iba a cuartear el universo. No había refugio por todo aquello. Forzosamente teníamos que seguir la marcha bajo una lluvia torrencial que batía los árboles y la tierra, nos cegaba y calaba hasta los tuétanos. El suelo se reblandeció y el barro se pegaba a los zapatos, obligándome a un mayor esfoerzo que me extenuaba. Una hora duró aquel diluvio. El relámpago disminu– yó de frecuencia y el trueno se fue alejando pausada– mente. Al fin, paró de llover, y nuestros cuerpos empeza– ron a sentir el escalofrío de la mojadura. Necesitaba cambiar la ropa ; pero es el caso que también la que llevaba de repuesto se había mojado. Intentamos hacer 189
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