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Dando gracias a Dios por el fruto obtenido y a los indios por el hospedaje amoroso, levanté mis reales el 3 de octubre, fiesta de Santa Teresita, patrona universal de las Misiones. A los tres indios que me acompañaban agregué otro de los nativos como experto en el camino, porque desde allí empezaba para nosotros lo ignorado, el verdadero descubrimiento de tipo siglo XVI. Entre la distribución y acomodo de las cargas se pasó lo mejor de la mañana, de suerte que vinimos a salir a las once del día bajo un sol justiciero. Todos los del caserío, hasta los perros, salieron a acompañarme al paso del río Karuái, que atravesamos en canoa, de varios em– bites - ¡tan grande era el barco!-. Desde la opuesta orilla hice a los que quedaban, con la mano, la señal de despedida, y a la que ellos correspondieron con el mis– mo movimiento y gritándome: -¡Ailé, Patre; ke-separantéi, ina poná epuiremaké! (Adiós, Padre; no te enfermes, ruega por nosotros). Me conmovían estas expresiones ingenuas y ese pe– dir oraciones como si fueran ya cristianos fervorosos ... ¡los que poco antes ni se movían de su casa, ni tenían una expresión de cal'iño para el pariente más allegado que se ausentaba ! Nos lanzamos por una campiña fértil, dirección Oeste franco, y a todo pulmón empecé a desahogar las emo– ciones de mi espíritu, entonando el himno a la Divina Pastora, que había aprendido en mi vida de colegio: 186 Zagala bella de luz radiante, de color vivo de rosicler, tus ojos vuelve, Pastora amante, que un mis'ionero te quiere ver...
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