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produciendo chisporroteos estridentes. Espesas nubes de humo atosigaban el espacio, por entre las cuales revolo– teaban algunas avecillas aterradas sin rumbo ni direc– ción. ¡Cuántos animalitos caerían sin poder eludir el zarpazo de las llamas! Ya los del caserío próximo esta– rían oteando la columna de humo que se levantaba en forma de gigantesco hongo, y se dirían unos a otrns: << Visita tenemosJJ, porque éste es entre ellos el teléfono anunciador de visita. Seguimos adelante y dejamos que el fuego continua– ra su obra destmctora y purificadora. ¿ Quién podía ata– jarlo ya? A las tres de la ta1·de tuvimos que desviar algo la ruta hacia un bosque para defendernos del chubasco que se venía encima. Encontramos huellas de ciervos que lle– vaban la misma dirección de nosotros, y aunque mis indios las siguieron un buen rato, no toparon nada. Salimos de nuevo a la sabana, pasado el aguacero, y a tal tiempo, una culebra, muy dueña y señora de sí mis– ma, se deslizaba majestuosa por la hierba, camino de lá selva. Sorprendida al oir nuestros pasos, paróse, levantó solemne su achatada cabeza, moviendo la lengua con la rapidez que un barbero mueve las tijeras; pero el in– dio de adelante le asestó con su bordón un golpe tan certero que no la dio tiempo a moverse; sin embargo, el reptil dejó en mí una impresión escalofriante. Era una cascabel de ciento veinte centímetros, sumamente vene– nosa; tenía cinco anillos o maracas en la cola, y dicen los entendidos que a cada anillo conesponde un año de edad. 174
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