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que nacer varios descansos. Desde su cima, mirando :hacia atrás, se dominaba un panorama espléndido: la amplia ribera del Kukenán, desde su confluencia con el Apanhuao hasta más arriba de su confluencia con el Yuruaní, formando el río en todo ese trayecto múltiples y caprichosos meandros; vega abierta, espaciosa, de hier– ba alta, color verde intenso, surcada por incontables arro– yuejos que bajan de los montes a engrosar el caudal del río, moteada de lagunas, en cuyos bordes crecen airosas palmeras que constantemente contemplan su grácil figura en el espejo de las aguas. ¡Qué rendimientos tan pingües podría dar con un mínimo esfuerzo! Mas no hay quien lo ponga, ¡está desierta! Caminábamos a mediodía con un sol abrasador por una pradera de hierba marchita. El camino era fácil y me adelanté a mis indios, quienes debían ir agobiados por el calor y la carga. Iba entretenido con mis pensa– mientos, defendiéndome de los saltamontes que cruzaban el aire como flechas disparadas, cuando en esto me sor– p1·enden unos gritos y golpes. Vuelvo la vista ... ¿ Qué era? Mis indios 1 guayare en la tierra, corrían trns los salta– montes, gritando con licencia desenfrenada. Saltón que atrapaban, saltón que metían en la boca; lo engullían con tripas y cornzón. Les afeé el acto diciéndoles que no me extrañaría lo hicieran cuando estuviesen muertos de ham– bre, pero ahora que conmigo tenían carne y arroz en abundancia, no había motivo para eso. Contestaron que estaban deliciosos; me invitaron a comer y siguieron en– gullendo. Antes de abandonar el sitio se le ocurrió a uno de los muchachos prender fuego al pajonal. ¡Qué devasta• ción en breves minutos! Las llamas corrían veloces azo• · tadas por el viento, devorando el almácigo de hierba y 173

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